viernes, 29 de mayo de 2015

Ocaso.

     El cielo rosáceo que acoge tanto amor y tanta paz no hace más que alterarme. Son los colores dignos de un día que muere, y nos deja con la duda de si lo vivido lo disfrutamos al máximo; si nuestras acciones fueron las correctas; si tal vez no hubiera sido más prudente hacer aquello que nos dejó con las ganas.
     El sol no sale y no se oculta. Somos nosotros quienes nos movemos en el tiempo. La tierra gira, impropia, sin dar importancia a los alaridos del sol que se aferra, que llora, que implora unos minutos más. Y nuestros ojos miran sin percibir la despedida, acostumbrándonos a la oscuridad que nos embarga. Siempre la rutina de adaptarse a aquello que no podemos manejar.
     La luna brilla con más intensidad, empero su brillo le pertenece a la estrella más grande. Y mis sentimientos no dejan de aferrarse a la luz que los obnubilaba y a tus palabras carentes de veracidad. ¿Por qué será que cada fragmento de mí llueve pidiendo no alejarse de ese eco perfumado y falsamente amable?
     El atardecer me pone nerviosa. Toda la vida fui reticente a las despedidas, Evitar el contacto inicial fue una opción que jamás debí dejar de lado. El instinto de curiosidad me llevó a romper barreras que creía sólidas y eran endebles. Y ahora me atengo a las consecuencias. Me veía tan autosuficiente que no me percaté de la fragilidad que conforma mi alma y me dejé arrastrar sin oposición en ese cielo voluble. Ahora me veo forzada a presenciar el ocaso a todas horas, como una condena. Y cada latigazo pastel me susurra que no lo intente ni una vez más.

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