jueves, 16 de abril de 2015

Crush, crush cush.

     Ahí estaba. Y la miraba desde un rincón. Siempre era un poco más fuerte que ella, y se esforzaba bastante por derrumbarla, como si ese fuera su único deseo. Fueron amigas mucho tiempo, se llevaron excelentemente durante un largo período de tiempo. Pero en los últimos meses su relación era fatal. Ella frecuentaba envenenarle el oído y gozaba de ello. Y por más barreras que intentó poner, dos pasos suyos eran tres de su antagónica. Había caído en sus garras mil veces, no teniendo alternativa. Pero ahora poseía algo mucho más valioso a lo que aferrarse.
     Y eso definitivamente la había enloquecido de celos.
     No la compartía con nadie más desde hace ya bastantes años. No podía verla alejarse. Y no hacía más que crear secuencias en su mente para traerla de vuelta. ¡Pero no lo lograba! Siempre volvía a sus brazos, y parecía tan segura allí. Ella, que la veía tan débil desde siempre, podía percibir en ella una fuerza interior que, aunque endeble, iba tomando rigor con el tiempo. Y no era una coraza como la de antes. Era un aura distinta.
     Mientras la observaba con dureza, sin retroceder ni un paso, suspiró. Estaba cansada de discutir con ella y tener una enemiga constante. ¿Por qué no podían aceptar simplemente que eran partes de una sola cosa, y que podían abrazarse en las ocasiones que fueran convenientes para ambas? Himeko no iba a ceder esta vez. Pelearon muchísimas veces, pero Aika debía aceptar que esto no era una guerra en la que su opinión fuera de vital importancia. Y que tenía que alejarse o causaría los estragos de siempre. Precisaba estabilidad emocional, solo un poco de ella, y no podía hallarla con sus sismos cerca. Pero no iba convencerla tan fácilmente. Su desprotección le asustaba, y lo sabía. Y ella tenía la culpa. Pero debía permitirle ser, y dejarla amar sin temor a que vuelva a caer.

sábado, 11 de abril de 2015

Inerme.

   Tal vez Clara esa mañana no sospechaba que rompería con todas las normas que se había impuesto a lo largo de su vida. Cuando abrió los ojos no sintió más que fastidio por haber cerrado mal la persiana de su cuarto, cosa que facilitaba el golpe de los rayos solares contra sus ojos. Por algún motivo, todo en su casa le irritaba: el ruido de la televisión encendida, la radio a un volumen casi inaudible pero lo suficientemente alto como para crear murmullo, su madre protestando por la inapetencia de su hermana... Definitivamente ese día no quería quedarse encerrada. No iba a aguantar demasiado allí dentro.
     Afuera el clima era perfecto. El contraste con su hogar le resultó evidente y casi detestó que el resto del mundo gozara de tanta paz. Caminó por la calle de su casa y dobló a la derecha cuando una pared le impidió el paso. Siguió avanzando de la misma forma hasta toparse con un parque colmado de árboles y flores de jazmín. Se embriagó con el dulce aroma y añoró recostarse un momento en el césped tierno, a la sombra de una copa frondosa. Cerró los ojos y amplió los sentidos. Se sintió repleta de una calidez impropia de un ambiente tan banal, impropia de lo que ella misma se permitía disfrutar. Los diversos aromas que respiraban eran devueltos con una exhalación sonora que su inconsciente le prohibía oír. Las sombras se movían sobre sus párpados, con las pupilas dibujando graciosos y coloridos fantasmas inexistentes. Acariciaba con la entereza de su cuerpo las sedosas y rugosas texturas que le proporcionaba el ecosistema a su alrededor.
     Le pareció curiosa pero no sorprendente la presencia de alguien a su lado. No necesitó abrir los ojos para corroborar que no era alguien que quería causarle daño. Y ahí rompió su primer norma: la de asegurar su entorno sin importar qué. No detuvo las inocentes caricias en su brazo izquierdo. Las yemas de los dedos que le tocaban desde la muñeca hasta el codo parecían estar cargadas de una energía compatible a la suya, y agradable por la misma razón. Sonrió sincera tras la placentera sensación de un beso en la frente, infringiendo su norma de mantener las apariencias. Y las distancias. Se dejó envolver en un abrazo candoroso, amable. Y abrazó ella también, faltando a su condición insensible. No desestimó las palabras que comenzaron a susurrar en su oído, las disfrutó todas y creyó en cada una de ellas, destruyendo así el descreimiento al que solía aferrarse. No reconoció la voz, ni el tono, ni las palabras le sonaron símiles a otras pronunciadas. Pero se dejó caer en ellas casi como si las conociera de toda la vida. Y lloró cuando se detuvo, necesitando más, sintiendo que no podría seguir sin un poco más de aquellas, sufriendo por la falta de melodía en su cabeza, creyendo fatal la ausencia de otra caricia al autoestima, exigiendo que continúe, rompiendo una de las normas más importantes de sus últimos años: la de no permitir que nadie la viera caerse a pedazos. Y lo que más la perturbó fue la contención que recibió luego. Se regodeó por una mano en el centro de su espalda, drenando paz dentro de ella, uniendo fragmentos rotos como si de savia se tratara, casi pudiendo percibir el sabor en ella.
     Pero entonces la corrompió la ansiedad típica en su carácter intempestivo. Intentó abrir los ojos para ver algo que ya había visto por el mirador del alma, y que no le había resultado suficiente. Todas las sensaciones gratificantes se apagaron de golpe, y quiso llorar de desesperación al hallarse sola. La presencia se había desvanecido y por un minuto sospechó haberse quedado dormida. Pero en seguida descartó la descabellada idea, Nada con esa intensidad podía tratarse de un sueño. Sin embargo eso no la consoló, sino al contrario. Y quedó sumida en un mar de contradicciones emocionales.
     Se levantó con un humor peor que con el que había llegado, y comenzó a caminar lentamente sin ninguna dirección en particular. Antes de cruzar la calle y dejar atrás el parque de iridiscentes sombras y bellos aromas, se le llenaron los ojos de lágrimas al notar que solo había una norma que no quería romper en ese momento: la de no dejar ir sin más las pocas caricias que la hicieron sentir tan feliz.