Solemos categorizar a la gente de manera constante: esta persona es buena, pero aquella otra es mala. Y son definiciones tan vagas que aburren, como si alguien fuera bueno solo por no actuar con maldad. No tener actitudes positivas ni negativas hacia nadie más no te hace por completo mala, pero ¿qué es ser una buena persona? Hay quienes se creen malas por no actuar con bondad, pero no perjudican a nadie, y al contrario también. ¿Por qué insistimos en direccionar todos nuestros comportamientos? Como si no fuésemos todos egoístas, rencorosas, amables y solidarias en partes medianamente iguales dependiendo del contexto. También somos todas personas tristes por la noche, pero a la mayoría no le diagnostican depresión.
¿Qué es, entonces, lo que realmente somos?
Tal vez nuestro manojo de actitudes diversas nos componen como humanas de una misma generación: miedos e inquietudes similares y metas distintas, pero todas cerquita de la felicidad y el éxito. ¿Cómo queremos ser felices si nos movemos constantemente entre la miseria y estamos acostumbradas a ella? Acostumbradas a hablar y a escuchar, a sentir y decir, a oprimirnos y liberarnos. Quizás nuestra libertad nos condiciona bajo actitudes que no sabemos bien cómo manejar. No tenemos un manual que nos enseñe a comportarnos emocionalmente para sentirnos bien. Ni la persona más egoísta logra mantener en el tiempo el amor propio hacia sus ideas y sentimientos. No podemos elegir qué sentir, ni cómo ponernos. Y al intentar descubrirlo, solo nos deshacemos en incertidumbre. Ante la falta de directivos, propongo, solo dejarnos ser sin tapujos. A prueba y error, como eternas infantes, pero con el peligro de correr con un cuchillo entre los dientes: alguien siempre termina siendo dañado. Posiblemente la categoría de buenas y malas tenga que ver con si preferimos caer y herirnos, o evitarnos el corte y lastimar a alguien más.