viernes, 30 de diciembre de 2016

Circus

     Interesantes criaturas los humanos. Son tan efímeros como su propio tiempo, con el que juegan. Son etéreos y corpóreos, pues su cuerpo parece encerrar todos sus sentimientos, pero es el alma lo que los hace ser ellos. A veces, cuando los observas solo un poco, parecen seguros de sí mismos, de su realidad y de sus costumbres, y presumen esa necedad con la que avanzan. Pero aproximarse a ellos es verlos mover piezas de ajedrez en sentido opuesto. Cuando se percatan de que sus movimientos podrían perjudicarlos, arremeten contra la cantidad de peones que sea necesaria para degustarse con el sabor de una amena victoria. Se sienten tan reales, tan eternos, que no pueden ver que son como las estrellas que observamos cruzar el firmamento en este instante: su tiempo ya pasó, están muertas. Pero necesitan algo en qué creer, como un sueño o un dios. Algunos deciden creer en ellos mismos, como si darse ánimos para continuar no fuera igual que rezarle a una figura para que ilumine sus caminos. Les gusta pensar en las huellas que van dejando, sin brindarle real importancia a la pisadas que están próximas a dar. Se piensan esenciales, atemporales.  Hay de todo tipo: los sumisos, que se dejan arrastrar por la masa que eligen llamar destino; los necios, que aseguran que nada es realmente importante como para dedicar énfasis; algunos, los más cobardes, reniegan de lo que los conforma, sin vislumbrar lo que podrían construir con simples retoques en su manera de acomodar las piezas; pero aquellos quienes se creen dueños de su corta vida, y la defienden con las armas más crueles son los que más me intrigan. Parecen decididos a darlo todo, incluso lo que no les pertenece, con tal de acercar cada vez más sus metas. Los sacrificios son extremadamente necesarios para este tipo de personas, y me resulta curioso ver cuál va a ser su próxima jugada.

     Arrogantes, absolutamente todos. Es una característica común de su especie, como si formara parte de su tejido.Parecen pensar que pueden tomar decisiones por ellos y por quienes los rodean. La guerra y la paz son las consecuencias de su capacidad de sentir que tienen la libertad de elegir por ellos mismos y su pueblo. Defienden sus ideales ciegamente, y los imponen para que otros lo hagan de igual modo. Discuten entre sí para ver quién de ellos posee más verdad, porque no parecen capaces de entender que solo manejan mentiras en menor grado.

     Promiscuos, manipuladores, conservadores y obedientes. Están hechos por el mismo molde pueden jugar distintas cartas, o todas a la vez. Lo que todos en realidad quieren es llegar más allá que el otro, pero principalmente más allá que ellos mismos.

—Sebastian—La voz de mi amo me despierta de mi ensoñación—¿Qué hay de postre?

Me acerco a él con paso firme, y una sonrisa en el rostro—Jam Roly-Poly, mi lord.

—¿Qué tanto divagabas?— Creo que a menor edad, menos grande es también la resignación a abandonar sus anhelos. Pero aquellos que prevalecen mientras les pasa la vida, tan lento para ellos y tan rápido para mí, son los que pueden destacar cuando sus días lleguen al ocaso.

—Nada importante, ¿qué podría pensar yo? Si solo soy un endemoniado mayordomo.

lunes, 7 de noviembre de 2016

Irse.

     Cuando el muchacho abrió los ojos, un paisaje descomunal se mostraba ante él. No entendía muy bien lo que estaba sucediendo; primero un dolor agudo se tensó en su cabeza, luego una sensación abrasadora lo recorrió por completo, y finalmente un leve sentimiento de inquietud lo embargó de arriba abajo. Dudó de lo que estaba viendo, y no podía recordar con exactitud qué había pasado en ese lapso de inconsciencia que lo asaltó hace unas horas. Forzó su mente hasta casi exprimirla, pero no consiguió sacar de ella más que unos sollozos desesperados que parecían ser de él mismo. Roló los ojos con lentitud, centrándose por primera vez en los detalles que lo rodeaban. Estaba de pie sobre un césped muy verde, casi refulgente, y un gran árbol emergía, imponente, en el centro de lo que parecía ser una habitación de paredes impolutamente blancas. Se le aflojaron las rodillas, sintiéndose abruptamente sofocado, y fijó la vista en dos colibríes que parecían suspendidos alrededor de un rosal. Más allá del mismo había una vieja hamaca de metal que le resultó familiar. Frunció el ceño, enojado consigo mismo por la carencia de recuerdos, y decidió avanzar donde las aves. Les sonrió, conmocionado por su belleza y la de las rosas en las que se posaban casi de manera imperceptible. Recordó un poco a su madre, amante de la naturaleza, y se le antojó que le agradaría ese lugar. Miró el cielo, y le pareció asombroso el infinito retazo-también blanco- que lo acunaba. Se percató de que no había puertas, ni ventanas, y por una milésima de segundo le recorrió un escalofrío por la espalda ante la amenazante sensación de estar encerrado. Caminó un poco más, hallando un perro negro y de estómago castaño que lo recibió con entusiasmo. ¡Casi le saltan las lágrimas! Poco tiempo atrás había dado por perdida a la criatura que le lamía el rostro con vehemencia, y se resignó a ser solo él en las noches de verano. Pero se había equivocado, y allí estaba. Le dio un efusivo abrazo al animal que lo miraba como si fuera la mayor maravilla del mundo. Se le metió juguetón entre las piernas, y pareció guiarlo hasta un estante repleto de pequeñas cosas que no tenían un significado concreto para él. Un diploma, un avión a pequeña escala, un pequeña nota escrita en un idioma que desconocía, un anillo de oro, unos pentagramas que no podía leer y un corazón de piedra que enseñaba los colores del arcoíris. Una sensación de vacío le punzó en el estómago, y acarició a su compañero para obtener un poco del bienestar que le irradiaba. Pero no lo consiguió, y se mordió el labio cuando un recuerdo fugaz del amanecer parecía quemarle los ojos, y todos sus pensamientos se disiparon un momento y se concentraron rápidamente en un agudo dolor en la garganta. Quiso gritar, y no lo consiguió. Estuvo a punto de desmayarse cuando, sobresaltándolo, una voz serena habló tras él.

Hola. Creí que llegarías más tarde. Me da gusto conocerte por fin.

     Se volteó, sintiendo desaparecer todos los dolores en su cuerpo, y halló una niña de no más de diez años observándolo con los ojos muy abiertos. Miró en todas direcciones, preguntándose cuándo había llegado hasta él, pero no dio con la respuesta. Simplemente atinó a preguntar quién era, y cómo entró en el cuarto.

—No creo que todo eso importe demasiado. Nunca me conociste, pero te observé siempre, y estaba ansiosa de que al fin podamos pasar un rato juntos—canturreó ella, y el rostro del muchacho se volvió un poema. De pronto, el gesto de la niña se ensombreció, y exclamó—:Pero no se suponía que llegaras ahora, no me da buena espina lo que has hecho.

    Definitivamente no sabía lo que estaba sucediendo. Llegó a la conclusión de que no era más que un sueño, que su alarma sonaría pronto, que debería levantarse para empezar una nueva agotadora jornada de trabajo. La idea le generó malestar, e hizo de sus labios una fina línea de disgusto. Sus planes reales no le agradaban en lo más mínimo. Echó otro vistazo al lugar, y volvió a fijarse en la pequeña niña, que aún no quitaba esa cara de querer darle una reprimenda. Pero estaba  demasiado cansado emocionalmente como para que alguien le reproche lo que sea que pudo haber hecho. Ya estaba agotado de todas esas voces que sonaban en su mente diciéndole cuáles eran sus obligaciones, qué debía sentir, y cómo debía expresar lo que sentía. Estaba harto de fingir.

—Deja de atormentarte con cosas que ya no importan—habló lacónica la jovencita, como leyendo sus pensamientos—. Necesito que me digas qué aprendiste.

—¿Qué aprendí sobre qué?—inquirió él, cada vez más confundido.

—Pues de tu vida. ¿Qué crees que aprendiste de tu vida?

—Que es demasiado desgastante—respondió ensimismado, reflexionando un poco—. Que no sirve de nada despertar todos los días con expectativas que no están destinadas a cumplirse, que no puedo esperar que los demás den lo mismo que les ofrezco. Que no está tan bueno ser amable, la satisfacción de brindar acciones cargadas de energía es inferior al dolor de que te apuñalen. Que las mejores personas son arrebatadas de nosotros sin motivo aparente. Que no me gusta estar solo.

Ella permanecía impertérrita, pero lo presionó un poco porque no estaba obteniendo los resultados esperados. Bueno, tampoco era tan anormal.

—Sé que aprendiste cosas mejores que esas. Vamos, esfuérzate. Recuerda cosas bonitas—. Se acercó hasta él, que había agachado la cabeza, y le asió la mano. De pronto le transmitió un montón de imágenes que sabía que él había borrado a propósito para sus fines. Eran recuerdos que pasaban muy velozmente por la parte interna de sus ojos. Colores, abrazos, besos, risas, una gran cantidad de personas a su lado, un fino cabello negro y otro blanco muy espeso, chocolate blanco, agua, humo, luz.

     Él se calló un minuto, y se le empañaron los ojos. Claro que había cosas más bonitas. No dudó ni un segundo, y comenzó a farfullar con la voz quebrada—: En realidad no importa tanto cómo me sienta yo haciendo bien a los demás. Ese no es el objetivo, porque tales acciones no están orientadas hacia mí. También aprendí que tengo tantos amigos como siempre hubiese querido, que transmitir enseñanzas y dar consejos es lo más lindo que puede haber en esta vida. Que tengo que valorar más a las personas cercanas, porque son todas efímeras. Aprendí que llenarle el corazón a los demás es igual que engrosar el propio. Que disfruto de mis momentos a solas también, porque encontrarse con uno mismo es demasiado maravilloso para estarse privándolo. Que es hermoso compartir tu vida con personas buenas, pero que no debo amargarme cuando me hieren, porque no estoy perdiendo nada importante. Que tal vez no debo ser tan comprensivo, porque debo valorar un poco más mi integridad, que tanto costó moldear. Pero creo que lo más importante que aprendí hasta ahora es...—Miró a la niña fijamente a los ojos, y le sostuvo una mirada cargada de paz, como si su alma se estuviera diluyendo de a poco. Ella sonrió y le hizo un gesto para que finalice la frase—que todos los tipos de amor son exactamente equivalentes entre sí. Un beso vale igual que un abrazo bien dado. No hay cariños mejores que otros—concluyó, y brillantes lágrimas rodaron por sus mejillas. Se sentía aún más extraño que al principio, como más libre, y sencillamente más feliz.

     Cuando lo creyó conveniente, la pequeña se aproximó hasta él con una media sonrisa, susurrando que eso estuvo muy bien, que lo había logrado a pesar de todo. Volvió a tocar su mano, y los ojos del chico se apagaron de repente, entristecido. Ya comprendía lo que pasaba, pero no había más lugar para el dolor, ni la culpa. Estaba sereno por alguna razón, incluso al poder ver casi frente a él la angustiante situación que dejó en tierra, y las miles de lágrimas que cayeron por sus actos. Pero se sintió incluso más querido que antes. Intentó decir que lo sentía, que no había sido su verdadera intención. Que no valoró la carta de otras opciones que tenía. Pero eso no lo podía plasmar en ningún sitio. Miró de nuevo a la pequeña, que le había dado tiempo para asimilar la información brindada, y asintió, diciéndole que estaba listo. Dio unas palmadas al perro, que las aceptó gustoso, y sonrió sintiendo un verdadero bienestar. Ella caminó, y frente a ambos se abrió un corredor que no parecía tener fin. Pero avanzaron decididos, y a mitad de camino él la abrazó, con ganas de que sus brazos fueran corpóreos y pudieran contener a otra persona.
     Así, sin más, continuó avanzando y se dejó ir.

lunes, 7 de marzo de 2016

Mujer gigante.

     Un haz de pureza se refugió en sus ojos. Era quien sabía toda la verdad. Quien daba amor, esperanza y vida. Construyó su camino bajo opresores que mitigaron su poder. Pero creía en su espíritu, sabía que debía ser libre. Jamás dio pasos al costado. No dejó de pelear ni una sola vez. No se rindió ante nadie, y por ningún motivo reflejó debilidad. Debilidad. Esa palabra con la que catalogaron su carácter sensible. Quisieron hacerla sumisa, devota. Pero recordó quien era y de dónde venía. Supo que hacer cuando nadie más encontraba una alternativa. Abrió caminos por su cuenta, y fue símbolo de belleza y energía durante millones de generaciones. Era la naturaleza misma: el ciclo de la vida corría por sus venas. Y sin embargo quisieron aplacar su poder con fuerza bruta, que no era comparable con las llamas de amor que logró irradiar en cada noche sombría. Nunca dejó de batallar con bárbaros y sistemas excluyentes, y se pintó de colores cuando quisieron hacerla invisible. Le dieron un nombre nuevo en cada era, cada uno más vulgar que otro. La culparon por destapar su imagen, por hablar cuando creía que era necesario, por actuar cuando lo deseaba, por estudiar y trabajar en lo que quisiera. Creyeron conveniente ocultarle quien era, engañarla. Pero siempre va existir en ella una llama de rebeldía, de pasión, de compromiso consigo misma. Y logró reconocimiento. Cada vez más voces se alzaron en su defensa, cada representación de ella ansiaba reunirse con la que aún no había salido de la cueva. La sostenían, le trasmitían toda la paz de la que eran capaces. Y le gritaban «Levántate Mujer, que eres gigante»

Este 8 de marzo no nos regalen flores. Dejen de golpearnos, de violarnos, de matarnos. Déjennos vivir.

Dificultades.

     Algunos momentos de la vida resultan ser devastadores. Más que eso. Hay ocasiones en las que resulta tan complicado levantarse y salir del abismo que te plantó la vida, que solo piensas en abrazarte a ti mismo (lo único que tienes) y llorar. Llorar como si cada lágrima que cae fuera una gota de motivación, aunque solo sea un gramo de arena que ayuda a sanar la herida. Y la desesperación es tan grande, casi tanto como las paredes de tu encierro, que te embriagan unas enormes ganas de gritar. Y lo buscas, pero no está. Ese consuelo que te daban cuando eras niña, esa solución que alguien, en algún lado, hallaba, o te ayudaba a hallar. Lo buscas con tanto esmero, convirtiéndose tus ojos en aquellos grandes y llenos de ilusión que los caminos inestables fueron apagando. Pero en el fondo sabes que no llegará, que ahora estás sola contra el mundo. Que tienes que afrontar tus propios miedos, y tus propios problemas. Y extrañas los vestidos floreados que tanto odiabas, y las caricias en tu cabello largo (que ya no lo es tanto). Te quedas perpleja, desorientada y más vacía que nunca. Entonces te levantas y miras hacia arriba. Todavía está nublado, la niebla es tan densa como la que te impide ver la respuesta en tu mente. Entrelazas tus dedos, dándote ánimo. Respiras profundo, intentando recordar los consejos que te solían dar, y secas tus mejillas.
     Y empiezas a subir.
      Te molestan los vidrios rotos en las manos, y no puedes ver muy bien. Y te cansas rápidamente. Te resbalas, porque ya te habían dicho que la subida era inestable, pero no te disgusta la adrenalina de no saber si saldrás con vida, o en qué condiciones. Y te imaginas cómo será allá arriba otra vez. Te impulsas con aquella desesperación que te atacó hace un momento. Quedas cegada un instante por el esfuerzo, pero sigues tu camino adivinando donde poner las manos y apoyar los pies. La improvisación siempre fue lo tuyo, y de nuevo la implementas de maravilla. Un montón de voces suenan en tu cabeza, e intentas traer a tu mente toda la información que te resulte útil. Sin embargo, justo cuando estás llegando a la meta, das un paso en falso, y vuelves a caer. Hasta el fondo. Vuelves a sentirte aturdida, y mareada, y con más ganas de llorar que nunca. Porque los fracasos también siempre fueron tu especialidad, y claramente esta no sería una excepción. Cierras los ojos fuertemente, y los vuelves a abrir. Observas el haz de luz que se cola desde la única salida existente, y te sientas. Y callas, juntando energías para volver a emprender la subida. Y sonríes, porque nadie, nunca, dijo que esto sería sencillo.