lunes, 7 de marzo de 2016

Mujer gigante.

     Un haz de pureza se refugió en sus ojos. Era quien sabía toda la verdad. Quien daba amor, esperanza y vida. Construyó su camino bajo opresores que mitigaron su poder. Pero creía en su espíritu, sabía que debía ser libre. Jamás dio pasos al costado. No dejó de pelear ni una sola vez. No se rindió ante nadie, y por ningún motivo reflejó debilidad. Debilidad. Esa palabra con la que catalogaron su carácter sensible. Quisieron hacerla sumisa, devota. Pero recordó quien era y de dónde venía. Supo que hacer cuando nadie más encontraba una alternativa. Abrió caminos por su cuenta, y fue símbolo de belleza y energía durante millones de generaciones. Era la naturaleza misma: el ciclo de la vida corría por sus venas. Y sin embargo quisieron aplacar su poder con fuerza bruta, que no era comparable con las llamas de amor que logró irradiar en cada noche sombría. Nunca dejó de batallar con bárbaros y sistemas excluyentes, y se pintó de colores cuando quisieron hacerla invisible. Le dieron un nombre nuevo en cada era, cada uno más vulgar que otro. La culparon por destapar su imagen, por hablar cuando creía que era necesario, por actuar cuando lo deseaba, por estudiar y trabajar en lo que quisiera. Creyeron conveniente ocultarle quien era, engañarla. Pero siempre va existir en ella una llama de rebeldía, de pasión, de compromiso consigo misma. Y logró reconocimiento. Cada vez más voces se alzaron en su defensa, cada representación de ella ansiaba reunirse con la que aún no había salido de la cueva. La sostenían, le trasmitían toda la paz de la que eran capaces. Y le gritaban «Levántate Mujer, que eres gigante»

Este 8 de marzo no nos regalen flores. Dejen de golpearnos, de violarnos, de matarnos. Déjennos vivir.

Dificultades.

     Algunos momentos de la vida resultan ser devastadores. Más que eso. Hay ocasiones en las que resulta tan complicado levantarse y salir del abismo que te plantó la vida, que solo piensas en abrazarte a ti mismo (lo único que tienes) y llorar. Llorar como si cada lágrima que cae fuera una gota de motivación, aunque solo sea un gramo de arena que ayuda a sanar la herida. Y la desesperación es tan grande, casi tanto como las paredes de tu encierro, que te embriagan unas enormes ganas de gritar. Y lo buscas, pero no está. Ese consuelo que te daban cuando eras niña, esa solución que alguien, en algún lado, hallaba, o te ayudaba a hallar. Lo buscas con tanto esmero, convirtiéndose tus ojos en aquellos grandes y llenos de ilusión que los caminos inestables fueron apagando. Pero en el fondo sabes que no llegará, que ahora estás sola contra el mundo. Que tienes que afrontar tus propios miedos, y tus propios problemas. Y extrañas los vestidos floreados que tanto odiabas, y las caricias en tu cabello largo (que ya no lo es tanto). Te quedas perpleja, desorientada y más vacía que nunca. Entonces te levantas y miras hacia arriba. Todavía está nublado, la niebla es tan densa como la que te impide ver la respuesta en tu mente. Entrelazas tus dedos, dándote ánimo. Respiras profundo, intentando recordar los consejos que te solían dar, y secas tus mejillas.
     Y empiezas a subir.
      Te molestan los vidrios rotos en las manos, y no puedes ver muy bien. Y te cansas rápidamente. Te resbalas, porque ya te habían dicho que la subida era inestable, pero no te disgusta la adrenalina de no saber si saldrás con vida, o en qué condiciones. Y te imaginas cómo será allá arriba otra vez. Te impulsas con aquella desesperación que te atacó hace un momento. Quedas cegada un instante por el esfuerzo, pero sigues tu camino adivinando donde poner las manos y apoyar los pies. La improvisación siempre fue lo tuyo, y de nuevo la implementas de maravilla. Un montón de voces suenan en tu cabeza, e intentas traer a tu mente toda la información que te resulte útil. Sin embargo, justo cuando estás llegando a la meta, das un paso en falso, y vuelves a caer. Hasta el fondo. Vuelves a sentirte aturdida, y mareada, y con más ganas de llorar que nunca. Porque los fracasos también siempre fueron tu especialidad, y claramente esta no sería una excepción. Cierras los ojos fuertemente, y los vuelves a abrir. Observas el haz de luz que se cola desde la única salida existente, y te sientas. Y callas, juntando energías para volver a emprender la subida. Y sonríes, porque nadie, nunca, dijo que esto sería sencillo.