martes, 16 de abril de 2019

Escribir bonito

Desde muy, muy chica, siempre me dijeron que escribía bonito. Que era fascinante que pudiera plasmar las ideas que tenía en la cabeza de manera ordenada y con una estética agradable. Nunca tuve dudas con respecto a eso, y me terminé de convencer cuando gané un concurso de cuentos en mi escuela a los siete años.
Aprendí a leer alrededor de los cinco, pero incluso antes de eso veía las imágenes de los libros que me regalaban y les inventaba una historia. Mi familia estaba entusiasmada con ello, pobres, pensaban que iban a  tener una escritora en la familia. Y yo, realmente, creía lo mismo.
Mi papá me alentaba en este juego porque a él también le gustaba escribir. Me sentía conmovida por las notas que me dejaba antes de irse a trabajar y por su manera triste y dulce de narrar sus sentimientos. Estaba segura de que había heredado eso de él, y llenaba cuadernos enteros con palabras melancólicas y lejanas. Pasaban los años y yo reforzaba mi idea sobre cuál era mi talento. Le escribía a la gente para que puedan leer lo que estaba sintiendo, y solo de vez en cuando me expresaba en voz alta. Como hasta los catorce años, a mis amigas y amigos les regalaba cartas para que sepan que, aunque nunca les decía nada, eran muy importantes para mí.
En una etapa de mi vida, lo único que podía hacer cuando estaba triste, era escribir. Me sacaba de contexto y me permitía clarificar mis ideas. Me dejaba llorar sobre el papel y me ensuciaba de tinta las manos. Tenía un nudo en la garganta por las emociones que no podía hablar, pero podía escribir.
Pero empezó a volverse fastidioso.
Porque sí, lo que escribía era una manera muy solemne de manifestar cómo me sentía, pero cada letra estaba milimetrada, buscando que suene bien dentro de la oración que le correspondía y empezó a volverse muy ajeno.
Porque sí, podía expresarme por ese medio para mí misma, pero jamás iba a llegar hasta ninguna persona si solamente les dibujaba párrafos.
Porque sí, mi papá era excelente narrando sus aventuras de héroe solitario, pero nada de lo que hacía se correspondía con sus acciones. Creo que ese fue el punto determinante.
Me di cuenta que las palabras son efímeras aun cuando las dejás asentadas. Que podés prometerle a alguien el sol, el cielo, las estrellas y amor incondicional y eterno, pero aunque lo dejes firmado, si tus actitudes no están orientadas a ese fin, no vale nada.
Era muy buena escribiéndole cosas bonitas a mi mejor amiga y a mi tío en cada cumpleaños, en cada ocasión especial. Y rebosaban textos que les prometían hacer lo que sea para que continuasen siendo felices. Y ambos se murieron de infelicidad, agonizando quién sabe cuánto tiempo porque solo pude arrojarles palabras que eran intrascendentes porque mi accionar no se condecía con ellas. 
Y yo, que ya sabía lo mentiroso que mi papá fue siempre en su escandaloso y artístico modo de transmitir las cosas, hice exactamente lo mismo que él. Jamás fui capaz de labrar en acciones todo lo que decía. ¿Hasta qué punto soy diferente a él? No voy a poder escribirle cartas a cada persona que necesite saber que la quiero. Y aunque pudiera hacerlo, no tendrían valor si no puedo darle un sustento tangible.
De vez en cuando, tengo la necesidad de volver a escribir. Porque cada tanto requiero reorganizar mis ideas otra vez y hacer una introspección. Supongo que nunca voy a romper mis lazos con la tinta y el teclado, pero quiero que en el futuro alguien me recuerde por la actitud que tomé frente a la adversidad, no solo por escribir bonito.