domingo, 20 de febrero de 2022

Del desamor y aquel abismo

Siempre me costó hablar desde la felicidad y desde el amor. Mis musas han sido, desde que tengo memoria, la angustia y el desamor.

Es inmensamente doloroso ver cómo la felicidad se te escurre de las manos. Ya no ver en un par de ojos hermosos el amor que te supieron profesar.

Irrita la piel esa indiferencia mediocre de quien juró que eras especial. Incluso cuando el miedo de ser importante para alguien me ahogaba sentí una mano suave que, cansada, me terminó empujando a un abismo al que ya me había entregado mucho antes. Me sentí tan desprotegida que me endurecí en un segundo, furiosa por la ingenuidad de mi mente y de mi corazón. Nunca me había desnudado así, y de pronto notaba que me ardían la piel y los nervios de estar tanto tiempo expuesta bajo el sol de enero. Y ese febrero que ya no sería...

Pero en medio de la caída unos lazos tiernos me sujetaron de la cintura. Me sentí desconcertada y miré hacia arriba: creía haber estado cayendo hace siglos, pero la luz estaba muy cerca. Sentí una calidez solo propia de un amor maternal, que me llenaba los órganos con una radiante sinceridad. Me senté en el capullo que se formó a mi alrededor, que me elevaba cada vez más cerca de la superficie. El agarre de mi cuerpo se hizo flojo a medida que los segundos pasaban. Me encandiló la fosforescencia del día y una mirada llorosa que me pedía que me quedase ahí arriba. Que no abandonara. Que continuara amando. No pude ni dudar cuando de pronto el capullo explotó en un millón de flores carmesí. Así que eso era el amor, y ahí estaba. Siempre tan cerca. Siempre tan callado. Siempre tan noble.

Pero yo ya tenía miedo, y el abismo me parecía un lugar más seguro por más conocido. Cuando iba a volver a donde pertenecía, me volteé. Y ahí estaban esos ojos, que se limpiaron las lágrimas con unas manos suaves y enormes. Pensé que iban a correr a rescatarme otra vez, pero no pasó. Me sonrió por última vez, sabiendo que esa calidez sería siempre solo nuestra, y emprendió una carrera en mi dirección. Pero cuando llegó hasta a mí, siguió de largo. Evidentemente eligió el camino de la angustia.

Yo me senté en el borde y suspiré. Todo era muy pesado en mi pecho. Mis sentimientos descontrolados aprendieron a calmarse rápidamente con el tiempo. Ya no estaba segura de querer lanzarme allí abajo. Podía quedarme apreciando la existencia lastimosa que me persigue por toda una eternidad. Hasta volver a sentir ese calor.