lunes, 7 de noviembre de 2016

Irse.

     Cuando el muchacho abrió los ojos, un paisaje descomunal se mostraba ante él. No entendía muy bien lo que estaba sucediendo; primero un dolor agudo se tensó en su cabeza, luego una sensación abrasadora lo recorrió por completo, y finalmente un leve sentimiento de inquietud lo embargó de arriba abajo. Dudó de lo que estaba viendo, y no podía recordar con exactitud qué había pasado en ese lapso de inconsciencia que lo asaltó hace unas horas. Forzó su mente hasta casi exprimirla, pero no consiguió sacar de ella más que unos sollozos desesperados que parecían ser de él mismo. Roló los ojos con lentitud, centrándose por primera vez en los detalles que lo rodeaban. Estaba de pie sobre un césped muy verde, casi refulgente, y un gran árbol emergía, imponente, en el centro de lo que parecía ser una habitación de paredes impolutamente blancas. Se le aflojaron las rodillas, sintiéndose abruptamente sofocado, y fijó la vista en dos colibríes que parecían suspendidos alrededor de un rosal. Más allá del mismo había una vieja hamaca de metal que le resultó familiar. Frunció el ceño, enojado consigo mismo por la carencia de recuerdos, y decidió avanzar donde las aves. Les sonrió, conmocionado por su belleza y la de las rosas en las que se posaban casi de manera imperceptible. Recordó un poco a su madre, amante de la naturaleza, y se le antojó que le agradaría ese lugar. Miró el cielo, y le pareció asombroso el infinito retazo-también blanco- que lo acunaba. Se percató de que no había puertas, ni ventanas, y por una milésima de segundo le recorrió un escalofrío por la espalda ante la amenazante sensación de estar encerrado. Caminó un poco más, hallando un perro negro y de estómago castaño que lo recibió con entusiasmo. ¡Casi le saltan las lágrimas! Poco tiempo atrás había dado por perdida a la criatura que le lamía el rostro con vehemencia, y se resignó a ser solo él en las noches de verano. Pero se había equivocado, y allí estaba. Le dio un efusivo abrazo al animal que lo miraba como si fuera la mayor maravilla del mundo. Se le metió juguetón entre las piernas, y pareció guiarlo hasta un estante repleto de pequeñas cosas que no tenían un significado concreto para él. Un diploma, un avión a pequeña escala, un pequeña nota escrita en un idioma que desconocía, un anillo de oro, unos pentagramas que no podía leer y un corazón de piedra que enseñaba los colores del arcoíris. Una sensación de vacío le punzó en el estómago, y acarició a su compañero para obtener un poco del bienestar que le irradiaba. Pero no lo consiguió, y se mordió el labio cuando un recuerdo fugaz del amanecer parecía quemarle los ojos, y todos sus pensamientos se disiparon un momento y se concentraron rápidamente en un agudo dolor en la garganta. Quiso gritar, y no lo consiguió. Estuvo a punto de desmayarse cuando, sobresaltándolo, una voz serena habló tras él.

Hola. Creí que llegarías más tarde. Me da gusto conocerte por fin.

     Se volteó, sintiendo desaparecer todos los dolores en su cuerpo, y halló una niña de no más de diez años observándolo con los ojos muy abiertos. Miró en todas direcciones, preguntándose cuándo había llegado hasta él, pero no dio con la respuesta. Simplemente atinó a preguntar quién era, y cómo entró en el cuarto.

—No creo que todo eso importe demasiado. Nunca me conociste, pero te observé siempre, y estaba ansiosa de que al fin podamos pasar un rato juntos—canturreó ella, y el rostro del muchacho se volvió un poema. De pronto, el gesto de la niña se ensombreció, y exclamó—:Pero no se suponía que llegaras ahora, no me da buena espina lo que has hecho.

    Definitivamente no sabía lo que estaba sucediendo. Llegó a la conclusión de que no era más que un sueño, que su alarma sonaría pronto, que debería levantarse para empezar una nueva agotadora jornada de trabajo. La idea le generó malestar, e hizo de sus labios una fina línea de disgusto. Sus planes reales no le agradaban en lo más mínimo. Echó otro vistazo al lugar, y volvió a fijarse en la pequeña niña, que aún no quitaba esa cara de querer darle una reprimenda. Pero estaba  demasiado cansado emocionalmente como para que alguien le reproche lo que sea que pudo haber hecho. Ya estaba agotado de todas esas voces que sonaban en su mente diciéndole cuáles eran sus obligaciones, qué debía sentir, y cómo debía expresar lo que sentía. Estaba harto de fingir.

—Deja de atormentarte con cosas que ya no importan—habló lacónica la jovencita, como leyendo sus pensamientos—. Necesito que me digas qué aprendiste.

—¿Qué aprendí sobre qué?—inquirió él, cada vez más confundido.

—Pues de tu vida. ¿Qué crees que aprendiste de tu vida?

—Que es demasiado desgastante—respondió ensimismado, reflexionando un poco—. Que no sirve de nada despertar todos los días con expectativas que no están destinadas a cumplirse, que no puedo esperar que los demás den lo mismo que les ofrezco. Que no está tan bueno ser amable, la satisfacción de brindar acciones cargadas de energía es inferior al dolor de que te apuñalen. Que las mejores personas son arrebatadas de nosotros sin motivo aparente. Que no me gusta estar solo.

Ella permanecía impertérrita, pero lo presionó un poco porque no estaba obteniendo los resultados esperados. Bueno, tampoco era tan anormal.

—Sé que aprendiste cosas mejores que esas. Vamos, esfuérzate. Recuerda cosas bonitas—. Se acercó hasta él, que había agachado la cabeza, y le asió la mano. De pronto le transmitió un montón de imágenes que sabía que él había borrado a propósito para sus fines. Eran recuerdos que pasaban muy velozmente por la parte interna de sus ojos. Colores, abrazos, besos, risas, una gran cantidad de personas a su lado, un fino cabello negro y otro blanco muy espeso, chocolate blanco, agua, humo, luz.

     Él se calló un minuto, y se le empañaron los ojos. Claro que había cosas más bonitas. No dudó ni un segundo, y comenzó a farfullar con la voz quebrada—: En realidad no importa tanto cómo me sienta yo haciendo bien a los demás. Ese no es el objetivo, porque tales acciones no están orientadas hacia mí. También aprendí que tengo tantos amigos como siempre hubiese querido, que transmitir enseñanzas y dar consejos es lo más lindo que puede haber en esta vida. Que tengo que valorar más a las personas cercanas, porque son todas efímeras. Aprendí que llenarle el corazón a los demás es igual que engrosar el propio. Que disfruto de mis momentos a solas también, porque encontrarse con uno mismo es demasiado maravilloso para estarse privándolo. Que es hermoso compartir tu vida con personas buenas, pero que no debo amargarme cuando me hieren, porque no estoy perdiendo nada importante. Que tal vez no debo ser tan comprensivo, porque debo valorar un poco más mi integridad, que tanto costó moldear. Pero creo que lo más importante que aprendí hasta ahora es...—Miró a la niña fijamente a los ojos, y le sostuvo una mirada cargada de paz, como si su alma se estuviera diluyendo de a poco. Ella sonrió y le hizo un gesto para que finalice la frase—que todos los tipos de amor son exactamente equivalentes entre sí. Un beso vale igual que un abrazo bien dado. No hay cariños mejores que otros—concluyó, y brillantes lágrimas rodaron por sus mejillas. Se sentía aún más extraño que al principio, como más libre, y sencillamente más feliz.

     Cuando lo creyó conveniente, la pequeña se aproximó hasta él con una media sonrisa, susurrando que eso estuvo muy bien, que lo había logrado a pesar de todo. Volvió a tocar su mano, y los ojos del chico se apagaron de repente, entristecido. Ya comprendía lo que pasaba, pero no había más lugar para el dolor, ni la culpa. Estaba sereno por alguna razón, incluso al poder ver casi frente a él la angustiante situación que dejó en tierra, y las miles de lágrimas que cayeron por sus actos. Pero se sintió incluso más querido que antes. Intentó decir que lo sentía, que no había sido su verdadera intención. Que no valoró la carta de otras opciones que tenía. Pero eso no lo podía plasmar en ningún sitio. Miró de nuevo a la pequeña, que le había dado tiempo para asimilar la información brindada, y asintió, diciéndole que estaba listo. Dio unas palmadas al perro, que las aceptó gustoso, y sonrió sintiendo un verdadero bienestar. Ella caminó, y frente a ambos se abrió un corredor que no parecía tener fin. Pero avanzaron decididos, y a mitad de camino él la abrazó, con ganas de que sus brazos fueran corpóreos y pudieran contener a otra persona.
     Así, sin más, continuó avanzando y se dejó ir.