sábado, 11 de abril de 2015

Inerme.

   Tal vez Clara esa mañana no sospechaba que rompería con todas las normas que se había impuesto a lo largo de su vida. Cuando abrió los ojos no sintió más que fastidio por haber cerrado mal la persiana de su cuarto, cosa que facilitaba el golpe de los rayos solares contra sus ojos. Por algún motivo, todo en su casa le irritaba: el ruido de la televisión encendida, la radio a un volumen casi inaudible pero lo suficientemente alto como para crear murmullo, su madre protestando por la inapetencia de su hermana... Definitivamente ese día no quería quedarse encerrada. No iba a aguantar demasiado allí dentro.
     Afuera el clima era perfecto. El contraste con su hogar le resultó evidente y casi detestó que el resto del mundo gozara de tanta paz. Caminó por la calle de su casa y dobló a la derecha cuando una pared le impidió el paso. Siguió avanzando de la misma forma hasta toparse con un parque colmado de árboles y flores de jazmín. Se embriagó con el dulce aroma y añoró recostarse un momento en el césped tierno, a la sombra de una copa frondosa. Cerró los ojos y amplió los sentidos. Se sintió repleta de una calidez impropia de un ambiente tan banal, impropia de lo que ella misma se permitía disfrutar. Los diversos aromas que respiraban eran devueltos con una exhalación sonora que su inconsciente le prohibía oír. Las sombras se movían sobre sus párpados, con las pupilas dibujando graciosos y coloridos fantasmas inexistentes. Acariciaba con la entereza de su cuerpo las sedosas y rugosas texturas que le proporcionaba el ecosistema a su alrededor.
     Le pareció curiosa pero no sorprendente la presencia de alguien a su lado. No necesitó abrir los ojos para corroborar que no era alguien que quería causarle daño. Y ahí rompió su primer norma: la de asegurar su entorno sin importar qué. No detuvo las inocentes caricias en su brazo izquierdo. Las yemas de los dedos que le tocaban desde la muñeca hasta el codo parecían estar cargadas de una energía compatible a la suya, y agradable por la misma razón. Sonrió sincera tras la placentera sensación de un beso en la frente, infringiendo su norma de mantener las apariencias. Y las distancias. Se dejó envolver en un abrazo candoroso, amable. Y abrazó ella también, faltando a su condición insensible. No desestimó las palabras que comenzaron a susurrar en su oído, las disfrutó todas y creyó en cada una de ellas, destruyendo así el descreimiento al que solía aferrarse. No reconoció la voz, ni el tono, ni las palabras le sonaron símiles a otras pronunciadas. Pero se dejó caer en ellas casi como si las conociera de toda la vida. Y lloró cuando se detuvo, necesitando más, sintiendo que no podría seguir sin un poco más de aquellas, sufriendo por la falta de melodía en su cabeza, creyendo fatal la ausencia de otra caricia al autoestima, exigiendo que continúe, rompiendo una de las normas más importantes de sus últimos años: la de no permitir que nadie la viera caerse a pedazos. Y lo que más la perturbó fue la contención que recibió luego. Se regodeó por una mano en el centro de su espalda, drenando paz dentro de ella, uniendo fragmentos rotos como si de savia se tratara, casi pudiendo percibir el sabor en ella.
     Pero entonces la corrompió la ansiedad típica en su carácter intempestivo. Intentó abrir los ojos para ver algo que ya había visto por el mirador del alma, y que no le había resultado suficiente. Todas las sensaciones gratificantes se apagaron de golpe, y quiso llorar de desesperación al hallarse sola. La presencia se había desvanecido y por un minuto sospechó haberse quedado dormida. Pero en seguida descartó la descabellada idea, Nada con esa intensidad podía tratarse de un sueño. Sin embargo eso no la consoló, sino al contrario. Y quedó sumida en un mar de contradicciones emocionales.
     Se levantó con un humor peor que con el que había llegado, y comenzó a caminar lentamente sin ninguna dirección en particular. Antes de cruzar la calle y dejar atrás el parque de iridiscentes sombras y bellos aromas, se le llenaron los ojos de lágrimas al notar que solo había una norma que no quería romper en ese momento: la de no dejar ir sin más las pocas caricias que la hicieron sentir tan feliz.

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