domingo, 13 de septiembre de 2020

Autoboicot y autodefensa

 Me gusta cómo huelen las mañanas. Tienen aroma a café, a cariño y oportunidades. No me gusta, sin embargo, su sabor. Saben a un esfuerzo que no quiero hacer, a repetición y hartazgo. Entonces me levanto cada día con una sensación ambigua de la que no me puedo deshacer hasta bien entrada la tarde. Para dónde se inclina la balanza tiene que ver siempre con la noche anterior. Los placeres de lo nocturno me dotan de herramientas que me ayudan a sobrevivir a la luz. 

Sucede también que a la mañana mis pensamientos son mucho más grises. La chispa de lo que me hace ser yo misma no llega nunca a encenderme. Y me encuentro muriendo por dentro más rápido de lo que puedo regenerarme. Es una carrera diaria contra mi mente que, en su energía más baja, no hace más que llenarme de miedos y discusiones contra los fantasmas de lo que debería sentir y no me permito. No soy más que un cuerpo débil con un interior que parece indestructible pero destruye mi motivación. Me esfuerzo en regocijarme en los olores que me hacen feliz y que me sacan de contexto. Pero como soy mi enemiga íntima, y a la vez quien se encarga de cuidarme me hallo en una encrucijada que no me deja respirar. Son fuerzas que chocan y me controlan, me hacen pasar a estados de autodefensa y autoboicot de un momento a otro, y se combinan. Lo peor del caso es la forma en que todo eso se canaliza hacia los demás. No me hago dramas por tratarme porque estoy en esta situación desde hace años, ya sé cuándo darme atención porque es un problema real; y también sé cuándo solo busco herirme porque eso es divertido. Pero, ¿cómo le explico el desastre emocional que soy a alguien más? 

Durante años evité hacerlo. Siempre consideré mejor para mí misma y para el resto mantenerme alejada de los vínculos fuertes. Los que tuve se extinguieron en el fuego y quedaron como brasas calientes sobre las que transito mi vida. Pero bajé la guardia un momento y ahora soy, otra vez, un manojo de cicatrices que quiere ser acariciado para que el mundo deje de doler. Todo es nuevo entonces y me lleno de una frustración que se exalta con el sol matutino. Me dan arcadas de impotencia cuando no puedo controlar lo que siento, porque no entiendo que no tengo por qué organizar mis emociones en un estante de vidrio. Pero me da seguridad verlos allí, en la imperfecta sintonía de todos los días. Me secuestran los ataque de rabia por no poder expresarme como quiero, solo porque no tuve la práctica de materializarlos. Me vuelvo la víctima de mi incapacidad y me pongo a recoger los pétalos que se cayeron del rosal, porque es mucho más sencillo que cortar la flor con las manos desnudas.

Me desarma sentirme en una mañana eterna, llena de juicios de valor que se deforman en la masa densa que es mi rostro hacia adentro. Nunca voy a poder proyectarme porque no existe forma física que me contenga realmente. Mi cuerpo no basta. Poner barreras a mi alrededor siempre me sirvió para protegerme, pero eso me quitó la posibilidad de estrenarme en una realidad material que solo me hace sentir cómoda cuando me da placer. Los infortunios y las tifones me asustan y quiero volver a la cueva, pero cada vez que regreso sé que es otro fracaso. Estoy perdiendo la pelea contra el mal sabor de boca. 

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